23 de Abril de 2024

A veces lo encontraba en alguna mesa exterior del Círculo de Bellas Artes donde arranca la Gran Vía, ante la estatua en bronce de la chulapa vendedora de violetas que huyó sin avisar, como acostumbran esas pobres chicas, las que tienen que servir, pero no mezclemos cuplés porque son cosa seria.

Gonzalo Celorio es devoto del viejo Madrid, como yo, y del Centro Histórico de la Ciudad de México, del calor de las tabernas barriobajeras o pretenciosas y de las buenas lecturas, todo eso también como yo. Nos diferencia, sobre todo, lo bien que escribe. De eso es de lo que quiero hablar. De un libro que publicó hace 15 años. Usted creerá, con mucha razón, que este es otro síntoma de que el agua ya no me llega a los tinacos, pero lo acabo de leer y cada libro empieza a circular cuando uno lo lee, aunque haya sido impreso hace siglos.

“Y retiemble en sus centros la tierra” fue reeditado para conmemorar el XV aniversario de su primera edición. Alguien, querido y buen lector, me sorprendió con el regalo porque creí haber leído todos los de Gonzalo, pero este me pasó de noche. Gran obsequio de año nuevo, devorado con más gula y menos indigestión que el infaltable guajolote. Imagínese qué banquetazo: una novela sobre el centro del Distrito Federal, usando como pilares de la trama algunas cantinas, recorrido laico de las siete casas por un vía crucis sabroso, lleno de manjares para el paladar del buen lector, fuente de conocimientos insólitos desde el secreto de una buena cubalibre, cachetada merecida a los mamones inventores del martini, hasta la cojera del Himno Nacional con solo 10 sílabas en versos de 11 notas.

Sin permiso del autor me fusilo parte de la explicación sobre el origen: “No quise hacer el recorrido en solitario, así que me agencié la solidaria compañía de dos amigos de gargantas resistentes. Una condición rigió nuestro itinerario: una sola copa por cantina. Se trataba de alternar cada antro visitado con lo que lo separa del siguiente, la calle y su gentío, su arquitectura, su historia. La experiencia fue una suerte de práctica de ciudad, que no de campo, y como tal pasaría al reportaje que empecé a redactar. Pero a la mitad del camino de la escritura, el profesor Juan Manuel Barrientos, un personaje secundario de ‘Amor propio’, mi novela anterior, se metió de contrabando en la crónica que estaba escribiendo y, como traía copas encima, adoptó exigencias de protagonista. No tuve el coraje de rechazarlo. Y ya con personaje, la crónica perdió su carácter primigenio y quiso ser novela. Acabó por serlo”.

Podemos empezar otra vez en el bar La Luz, Gante y Venustiano Carranza. Ya no se oirán, recogidas en los zaguanes, las voces de los Churumbeles de España, Benny Moré, Agustín Lara o Los Panchos. Pero podemos hacer escala en la Dulcería de Celaya, las papelerías Miguel Ángel, ¿qué pasó con el Danubio? y aunque el Bar Alfonso no es el que fue, podemos llegar hasta El Taquito. La Santísima, la Alhóndiga, el Café La Blanca, Las Petacas de Miguel, el Hotel Washington, la Puerta del Sol. Más que ir y venir de un lugar a otro es transitar por estados de ánimo. Solo así se explica haber salido del paraíso de San Francisco, en Madero, para caer en la cloaca infame de La Merced donde Samantha, Jennifer y Berenice se someten a la más bestial de las prostituciones en cavernas de un submundo que Gonzalo nos descubre en toda su dantesca (adjetivo exacto) crueldad.

Los santos en oferta miran desde su escaparate hacia la Catedral en la calle de Guatemala. “¡Chin, mi paraguas!”, dirá Gonzalo y regresaremos por él a Las Sirenas. “No podía perderlo. Ese paraguas se lo había regalado Alejandra en Nueva York porque le había hecho gracia que reprodujera en su interior ni más ni menos que la bóveda de la Capilla Sixtina. A las puertas de El Nivel bailan los concheros al ritmo de sus atabales mientras dentro, junto al espejo, un reloj camina al revés, cómo te lo explico, parece retroceder para que cada copa de más sea una de menos.

La de Gonzalo es de las mejores novelas del Centro Histórico y la más divertida, gracias a su capacidad de transformar un paseo etílico en apasionante relato cuyo único defecto es la brevedad: escasas 200 páginas. Se antoja sugerirle una ampliación y actualizarla con objeto de agregar antros, fondas y recovecos donde ganar el tiempo a gusto, propósito para el cual ofrecemos nuestra compañía tan humilde como experta, según prueban así la prosperidad de los cantineros como el deterioro de nuestros hígados.

Vamos, Gonzalo, yo invito. Compartir es disfrutar dos veces. Recorramos las calles, las tuyas y la mía: San Ildefonso, donde me esperaba el destino. Escoge días hábiles.

La Luz no abre los domingos.