23 de Abril de 2024

Leyendo información sobre las normales rurales me topé con la enigmática Federación de Campesinos Socialistas de México (FECSM), a la que esas normales están afiliadas, y que las aconseja, asesora y educa por medio de los Clubes de Orientación Políticas e Ideológicas (COPI) que cada normal hospeda.

Ya me referí aquí a la FECSM, sobre cuya existencia, organización y poder —como se me hizo saber por diferentes medios— no se pregunta, so pena de severas reprimendas. Y aunque se preguntara: la información y la “documentación interna” de esa federación que es la clave del “pensamiento normalista” —como dijo su líder José Luis Aguayo en 1965— está vedada incluso a los estudiosos que simpatizan con el movimiento.

Diversas fuentes de la abundante bibliografía sobre movimientos sociales y armados señalan las relaciones que hubo entre la FECSM, el Partido de los Pobres (PDLP) de Lucio Cabañas, la Liga 23 de Septiembre y otras organizaciones. Leí que algunos de sus militantes coincidieron en la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patrice Lumumba de Moscú (RUDN por sus iniciales en ruso: desde 1992 se despojó del nombre del héroe congolés), y que muchos de ellos eran normalistas.

Y estando ahí en Moscú todos estos grupos vinieron a dar con el más extraño pensamiento, y fue que les pareció convenible y necesario así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, fundar el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) con objeto de liberar a México de sus opresores. Para lograrlo, dice uno de sus “puntos básicos”, concluyeron que “la organización necesaria para el cambio revolucionario debe ser político-militar” (dice Fernando Pineda Ochoa: En las profundidades del MAR. El oro no llegó de Moscú. México, Plaza y Valdés, 2003).

Decidida la ruta político-militar, necesitaron apoyo. “¿A quién dirigirse?”, dice Pineda que se dijeron. No a la URSS, pues Nikita Jruschov ya había decidido que la transición al socialismo fuese pacífica. Los cubanos eran amigos del gobierno mexicano. Vietnam estaba en guerra. “Con los compañeros argelinos tampoco se pudo concretar nada”. Los chinos les pusieron como condición hacerse maoístas. Así que sólo les quedaba Norcorea, que ni tarda ni perezosa “acepta solidarizarse con el pequeño núcleo de revolucionarios mexicanos”.

El “pequeño núcleo” (era el primero de tres grupos) fue discretamente trasladado a una base militar cerca de Pyongyang a fines de 1968 donde pasaron meses “teniendo la posibilidad de prepararse en dos especialidades: comunicaciones y demolición”, algún marxismo y el pensamiento luminoso del Gran Líder Kim-Il Sung.

De los 53 mexicanos que se educaron en Pyongyang, “un buen número eran egresados de las normales rurales” o bien “pertenecían a estas escuelas”. Fueron once meses bajo “disciplina militar rígida”. Lo bueno es que, además de aprender teoría y práctica de la dinamita, había también sesiones que fomentaban “la crítica y la autocrítica como un ejercicio democrático”.

La vida de cincuenta mexicanos originarios de Guerrero y Michoacán y Chihuahua en un campo militar norcoreano habrá sido absolutamente inaudita. ¿Cómo lograron sobrevivir a un mundo en el que hasta las cochinillas marchan en una formación militar sincronizada en milímetros mientras voltean a ver con amor a su Gran Líder?

Dice Pineda que no fue fácil. Entre los mexicanos había “un reducido grupúsculo” que comenzó a tener “puntos de vista opuestos a la dirigencia al considerar excesiva la dureza empleada para contener problemas de indisciplina”. He ahí un ponderado párrafo de retórica juche que demanda traducción al mexicano: “unos pocos güeyes empezaron a emputarse por los chingadazos que les metieron los camaradas militares por andar echando desmadre”. Claro, más interesante aún sería saber lo que los esos camaradas decían de sus alumnos mexicanos...

La cosa es que ese “reducido grupúsculo” o, si usted prefiere, los “pocos güeyes”, se rebeló y…

Como agoté mi espacio, continuaré la semana que viene.