29 de Marzo de 2024

Sergio González Levet

Si en el “Sin tacto” anterior la enterada lectora y el cándido lector me acompañaron a dar una vuelta por el origen y la clasificación de esos titanes de la hondura que son los baches -reos de alta traición contra las superficies lisas-, les invito a que me acompañen en estas líneas a un paseo por la teoría del ser que los sustenta y -con un poco de forzamiento teórico- a la ética que debe regir la existencia de tales accidentes de la naturaleza humana.

En cuanto a lo ontológico, pienso que los baches sustentan la razón de su subsistir en su permanencia tozuda, a pesar de los esfuerzos más o menos hazañosos que hace la autoridad cualquiera (aunque pienso aquí y ahora en el ayuntamiento xalapeño) con objeto de que desaparezcan para siempre de la faz de la tierra, como la estirpe de los Buendía al final de Cien años de soledad.

 

(Ahora que he dicho “”con objeto de que”, recuerdo que esta semana le pregunté a un empleado del ayuntamiento capitalino que estaba pintando las guarniciones de una céntrica calle, “con qué objeto estaba haciendo ese trabajo”. El trabajador dejó su tarea, y me contestó de inmediato, con suficiencia: “¿Con qué objeto? Pues con una brocha, ¿qué no ve?”).

De regreso a nuestro tema, es preciso decir que baches siempre ha habido, y los habrá, aunque su existencia ha empezado a peligrar un poco debido a las nuevas pavimentaciones de concreto armado, que cuando menos retardan por algunos años o meses (según la constructora) su aparición en nuestras calles y avenidas.

Hay que decir que en la capital veracruzana, los hoyancos y particiones de las vías públicas tienen como seguras cómplices a las lluvias permanentes y/o torrenciales que insisten en caer irremisiblemente sobre los huesos de viandantes y pre-viajeros (que son los que están a punto de subir a un vehículo y nunca logran llegar a él secos), sin importar su condición social, edad, género o religión.

Y aquí adviene la ética, porque hay baches buenos, baches malos y baches que son unos verdaderos demonios.

Sí, sí y re-contra-sí. Hay baches buenos, como los que nos obligan a reducir la velocidad y con eso evitamos caer en uno más peligroso algunos metros adelante. Son los preventivos, que tantas calamidades han evitado a suspensiones y neumáticos, y con ello a los propietarios de los vehículos que (medio) circulan por nuestras calles.

Los malos a secas son los que permanecen semiescondidos por una sombra o por un charco, y sabemos de ellos una vez que hemos caído en su interior.

Pero los baches-verdaderos-demonios son ésos que aparecen de la nada, que se ocultan debajo de objetos que pensaríamos inocuos como unas ramas o un cartón, y que tienen profundidades propias del averno.

Ah, y hay unos que caen en la categoría de delincuencia organizada, pues están junto a un tope o a un accidente del terreno -sus cómplices-, y nos dejan en plena indefensión, lastimados, ofendidos… no hay que ser.